Wednesday, July 18, 2007

“Así que usted es el famoso…”

Mi mayor preocupación en esos días era cómo realizar sin cerrar puertas detrás mío, la transición de mi viejo empleo al nuevo. Eran tiempos de cambios en la nueva era de los años 70s, la tipografía metálica comenzaba a ser desplazada por la fotográfica y computacional. Había que mantenerse profesionalmente actualizado. La política, que siempre fue una actividad extraña a mis pensamientos, era mas extraña aun en este país al que me estaba acomodando.

Pero no podía despreciar la invitación de mi buen amigo Oscar, que era un importante contribuyente a la causa del Partido Demócrata de New York. Pensaba también, que la reunión organizada a beneficio de la campaña electoral del candidato hispano, podría exponerme a clientes potenciales para mi futuro proyecto de independencia laboral.

Con la cordialidad que la situación exigía, y mientras nos mezclábamos entre los invitados con esbeltas copas de champagne balanceándose en las manos, fuimos progresivamente presentados a las figuras mas prominentes del evento.

Después de un velorio, no puedo imaginarme que otro tipo de reunión puede producir conversaciones mas inanes que las de recolección de fondos políticos. Lo que había supuesto seria una interesante experiencia se estaba tornando en una de las mas tediosas; eso fue hasta que Oscar, tomándome del brazo me susurra, “Alberto, vení que quiero presentarte a un muchacho de Córdoba.”

Nos arrimamos a un grupo bullicioso de gente que reconocí inmediatamente como Argentinos. ¡¿Quién puede confundir el arrogante acento porteño?!

Y fuimos presentados uno a uno. “Alberto, te presento a José” me dice Oscar poniendome frente a ese bien vestido joven, no mucho mas joven de lo que yo era entonces.

--“Mucho gusto, José Martí”

--“Mucho gusto, Alberto Halac” contesté.

--“¿José Martí? Como el prócer cubano…” dije intentando proseguir la conversación. “Así que usted es de Córdoba…¿De que parte?”

José me miraba sin responder, como si su atención hubiera sida atraída por otra cosa que no era la banalidad de mi pregunta.

--“Que casualidad… “ continué tratando de seguir otra línea mas interesante de conversación, “yo tenia un profesor que se llamaba José Martí…”

--“¿Usted fue liceista?” me pregunto sin dejar que termine mi frase.

Con instintiva cautela confesé que si, efectivamente había sido cadete del Liceo Militar Gral Paz…

--“Aaaahhh… Así que usted es el famoso Halac!” respondió abriendo mas las ojos.

--“Yo soy hijo de José Martí, el profesor de música… ¡Pepe Napia! Mi papá siempre se acuerda de usted pero no en los mejores términos!”

La oportuna intervención de Oscar me rescato de pasar mas vergüenza, el “candidato” se arrimaba con la mano extendida para agradecer nuestro apoyo, y yo, aprovechando el movimiento de cuerpos para hacerle lugar dentro del grupo, me escabullí hacia la salida para refugiarme en las sombras protectoras de la noche.

“¿Que fue todo eso?” me pregunto Oscar cuando nos reencontramos para el regreso a casa. Y tuve que explicárselo

…………………

Pobre Pepe Napia… se había ganado su apodo por la extraordinaria dimensión de su nariz que empujaba sobre su pipa con toda la dignidad que le era posible.

José Martí era nuestro profesor de música. Bueno… fue mas que eso, él se convirtió en epitome de la creativa perversidad de nuestros desbordes estudiantiles. En un episodio del que cada promoción querría haber sido protagonista, se había intentado convencerlo que fumar la pipa podía conducir a una temprana sordera—inaceptable final para un amante de la música como él. La campaña alcanzo su climax durante una de sus clases en el anfiteatro de música, donde todos nos pusimos de acuerdo para gesticular el canto sin emitir sonido alguno, y mantener la farsa hasta su inevitable final: La clase castigada.

Pero quizás el recuerdo indeleble que él pueda conservar de mí específicamente, sea por mi participación como miembro del comité estratégico para posponer una prueba escrita que no nos encontraba preparados.

La novedad esa semana era el invento de un pequeño fuelle construido con papel, que podía ser usado para fumigar el ambiente con partículas de gas o polvo y con increíble eficacia.

Con acelerado nerviosismo, recuerdo, los 20 y pico cadetes de esa clase llenando nuestros fuelles con polvo de tiza y tierra laboriosamente tamizados para facilitar su dispersión aérea que iniciamos apenas unos minutos antes que la clase comenzara. Todas las puertas fueron cerradas, y cuando el aire se tornó tan denso que no era posible distinguir que había mas allá de un par de metros, la puerta del aula se abrió bajo la mano firme de Pepe Napia.

La silueta de Pepe Napia se podía divisar a contraluz entre la flotante polvareda, deteniéndose un momento ponderando como manejar la situación. Una voz, tal vez de la un arrepentido participante, se escucho preguntar “Quiere que abra las ventanas profesor?”.

“¿!No!?” respondió con energía Pepe Napia, “¡Deje que se cocinen en su propia salsa!”, y con la misma dignidad con que empujaba diariamente su nariz, el profesor Jose Marti condujo su examen hasta el final.

Hoy al narrar este episodio recuerdo con una sonrisa y bastante melancolía, esos años cuando nuestra única responsabilidad era usar bien el tiempo en nuestro propio beneficio. Y no puedo evitar sentir un poco de remordimiento por los malos ratos que le hicimos pasar a nuestros profesores, ellos no hacían más que ayudarnos en la difícil transición de niños a hombres.

Con toda sinceridad, quiero expresar al profesor José Martí mi agradecimiento por lo que hizo por mi educación.

Un abrazo,

Alberto

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