En ambos casos, la conversión induce a pasar por alto el importante significado de la corrupción institucional. Esto es bastante claro en el caso de la corrupción institucional que tiende a individualizar la mala conducta imputando solamente a unas pocas “manzanas podridas” aunque haya muchas otras involucradas dentro la misma institución. Mientras esta estrategia de individualización tenga éxito, el mal aparecerá contenido y la institución con el resto de sus oficiales serán exonerados.
La otra tendencia, la de institucionalizar la conducta corrupta individual, podría parecer lo opuesto a la individualización, pero termina teniendo el mismo efecto de minimizar la importancia de la corrupción institucional. Aquí, sólo los participantes son diferentes: los acusados de corrupción y sus defensores están dispuestos a enfatizar los aspectos institucionales de la supuesta corrupción, ya sea excusando el acto corrupto como una falla institucional ("no está mal porque la mayoría de sus colegas lo hacen") o justificándolo como un privilegio institucional ("no está mal porque todos sus colegas lo aprueban").
En la práctica, generalmente, tendemos a ver la corrupción como un fenómeno social atribuido a personajes políticos, pero una mirada más atenta revela que la corrupción comienza y se mantiene a nivel del individuo. Así como el político corrompe el poder otorgado por sus constituyentes, el individuo corrompe el poder dado por su propia conciencia.
La más sutil señal de corrupción personal aparece cuando el individuo intenta justificar sus acciones incorrectas con las acciones incorrectas de otros con racionalizaciones de lógica enmarcadas en la única ley tácitamente reconocida, “la ley del gallinero”:
En el modelo cultural de Glenn Dealy[2] , se observa que toda hispano-américa incluida Argentina, fue pasada por alto por la Reforma, dejando inafectada la filosofía de doble moral católica con valores ético-religiosos centrados en la individualidad familiar, por un lado, y los valores maquiavélicos de auto-engrandecimiento personal del Homo politicus por el otro.
En consecuencia, las relaciones familiares y personales se volvieron sumamente importantes, eclipsando el papel de las instituciones impersonales y los principios éticos universales, creando esta peculiar sociedad nuestra que el sociólogo Edward Banfield[3] llamó de “familismo amoral”.
Cuando la confianza se extiende al resto de la sociedad, se dice que la confianza es generalizada, y la sociedad se vuelve próspera y tienen instituciones más fuertes; cuando no sale del círculo familiar, la sociedad cae en el "familismo amoral" de Banfield y muestra niveles más altos de corrupción, clientelismo y compra de votos, como en México y Argentina. El amiguismo se convierte en la moneda corriente para hacer fácil lo difícil, ya sea tramitar un carnet de conductor en un pueblito periférico, pasar por aduana el último capricho electrónico, licenciar un automóvil importado, venderse a un candidato político o acomodar a un cuñado en un puestito en el gobierno.
En ese caldo se juntan la amoralidad gauchesca de Hernández con la amoralidad Montegrana de Banfield al ritmo del Cambalache tanguero de Discépolo. Las leyes y las instituciones dejan de ser respetadas en un escenario donde todo vale y la coima engrasa los engranajes de la administración pública bajo la tolerancia interesada de una sociedad eternamente quejosa. En ese medio no existe el “Nosotros”, allí existen solamente el “Yo” y el “Ellos”.
El último reporte de Transparencia Internacional correspondiente al año 2022 da cuenta que Argentina continua entre los países más corruptos en el puesto 94 sobre 180 países que forman parte del ranking mundial.
DENMARK Rank 1/180
UNITED STATES OF AMERICA Rank 24/180
AUSTRALIA Rank 13/180
URUGUAY Rank 14/180
CHILE Rank 27/180
ARGENTINA Rank 94/180
………….. ‡ …………
Mi artículo anterior comenzó con una anécdota personal, en este quiero terminar con otra, bastante similar, pero de diferente significado.
Ocurrió mientras regresaba de una salida de compras con mi esposa y mi primer hijo. Comenzaba una nueva etapa en mi vida, en un departamento nuevo, con un auto nuevo, y un nuevo miembro familiar de solo una semana de vida.
Mientras
nos acercábamos a un paso-a-nivel sin barreras, escuchábamos a lo lejos el silbato
del tren que se aproximaba. Sin pensarlo
mucho, apreté el acelerador para cruzar los rieles, el auto dio un salto y
aterrizamos del otro lado con un pequeño sacudón.
Antes
de llegar a la esquina, de la nada surgió un patrullero obligándome a
detenerme. Con adusta seriedad policial, el oficial me pide mi licencia de
conducir explicando la violación que yo había cometido. Al extenderle la billetera donde tenía
insertada la tarjeta, me exige sacarla y darle solamente la tarjeta. Con mi tarjeta, el oficial confirma mi
identidad y mis antecedentes.
“Por esta única vez, Sr. Halac y solamente por el bebé…”, me dice mirando la cuna del niño, “voy a dejarlo ir sin multarlo, usted no debería ser tan irresponsable con su familia. Que tenga un buen día”.
El oficial regresa a su coche estacionado detrás mío, y yo busco mi billetera que había desaparecido. Me bajo del auto, busco en los asientos traseros, en el piso, en el pavimento. El patrullero se acerca a preguntarme cual era mi problema y se lo explico. Nos hace bajar a todos. Mueve el auto unos metros más adelante y vuelve a revisarlo todo, incluyendo nuestros bolsillos.
“¿Dónde recuerda haber tenido la billetera por última vez?” me pregunta.
“Cuándo se la entregue a usted” le respondo, mientras mi esposa se reinstalaba con el niño en el coche.
“Yo solo tomé su licencia de conducir” él me recuerda.
“Si, es cierto” le confirmo. “De todas maneras, solo tenía una tarjeta de crédito y unos pocos pesos. No importa si la pierdo” le digo ya cansado de la experiencia y acribillado por los ojos de mi esposa. “Todo bien, no hay problema—ya quiero seguir mi camino”.
“No tan rápido Sr. Halac, no tan rápido. No puedo dejarle ir sin solucionar el problema de su billetera y despejar este misterio. Por favor acompáñeme al precinto para levantar un acta con su versión de este evento cotejada con la mía…”
Mientras escuchaba sorprendido esa preocupación por el relato veraz de lo ocurrido, podía ver como mi esposa agitaba sus brazos con la billetera perdida.
“Estaba apretada debajo del apoyacabeza” nos explica mi esposa para el alivio de todos.
[1] Dennis Frank
Thompson es politólogo y profesor en la Universidad de Harvard, donde fundó el
Centro de Ética y Profesiones para toda la universidad. Thompson es conocido
por su trabajo pionero en los campos de la ética política y la teoría
democrática.
[2] --
Dealy, Glen Caudill, “The Latin Americans: Spirit and Ethos” (1992); “The
Public Man: An Interpretation of Latin American and Other Catholic Countries”
(1997).
[3]
Edward C. Banfield, “The Moral Basis of a Backward Society” (1958). El
libro compila las observaciones Montegrano, Italia en 1955, una sociedad
egoísta y centrada en la familia, que sacrificaba el bien público en aras del
nepotismo y la familia inmediata.
[1] Dennis Frank
Thompson es politólogo y profesor en la Universidad de Harvard, donde fundó el
Centro de Ética y Profesiones para toda la universidad. Thompson es conocido
por su trabajo pionero en los campos de la ética política y la teoría
democrática.
[2] --
Dealy, Glen Caudill, “The Latin Americans: Spirit and Ethos” (1992); “The
Public Man: An Interpretation of Latin American and Other Catholic Countries”
(1997).
[3] Edward C. Banfield, “The Moral Basis of a Backward Society” (1958). El libro compila las observaciones Montegrano, Italia en 1955, una sociedad egoísta y centrada en la familia, que sacrificaba el bien público en aras del nepotismo y la familia inmediata.
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