Emprendí el viaje con ilusiones a pantallazos y un entusiasmo contenido. Hoy regreso habiendo aprendido que no es posible cruzar dos veces el mismo rio, ni pisar el mismo suelo.
Cada lugar esconde alguna historia. Por ahí, alguien nació, y alguien murió; por allá, alguien estudió e hizo amigos; o trabajó, se casó y tuvo hijos, y nietos. Mas allá, recordamos algunos, con otros jovencitos liceístas compartimos trozos de nuestras vidas y participamos en acontecimientos que no entendíamos pero que marcaría y uniría nuestras vidas.
Allí como en cualquier otro lugar, los triunfos y fracasos de gentes desconocidas pueden todavía ser visibles pero impactados por el tiempo, o grabados bajo la superficie. Con el tiempo, todo cambia, el cambio es lo único inevitable y permanente.
Yo he cambiado, todas las personas cambian con el paso del tiempo, y con ellas sus prioridades, costumbres y creencias; y sus temores y esperanzas. Lo que una vez fuera nuevo y tomado como inmutable, hoy es viejo y obsoleto.
De repente, lugares, personas y pasiones son solo memorias sepultadas bajo el peso de nuevas realidades, y lo que una vez fuera familiar y conocido se ha tornado irreconocible.
Tratando de comprender esa inexorable ley natural del cambio, puse mucha atención en observar ese hombre en sus 80s y ese chiquillo de 15 unidos en la frase de Herman Hesse “Algunos de nosotros pensamos que aferrarnos nos hace fuertes; pero a veces es soltarnos lo que nos fortalece.”
Para sobrevivir en sanidad es necesario aceptar los cambios y seguir adelante con quienes como uno han cambiado en la misma dirección, aunque nos sea doloroso alejarnos de un pasado que no podemos recuperar.
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