Friday, January 30, 2009

Cuanta belleza en las cosas simples, cuanta grandeza en las pequeñas.

Lago Atitlan

Inicié mi visita a Guatemala con un objetivo: conocer a su gente. Lo intenté al poner pie en tierra en Ciudad Guatemala, pero el amigo que allí me esperaba no me permitió tomar la “camioneta” que me llevaría a la Ciudad Antigua, la más colorida del país. Tan preocupado estaba por mi seguridad, que él decidió llevarme personalmente hasta mi hotel en esa ciudad.Haciendo amigos en el camino...

Pero al siguiente día… recuperada mi libertad, me encaminé hacia la parada de la “camioneta” que me llevaría hasta Solota, una población muy poco visitada por turistas, recorriendo el poblado fue fácil saber porque.


Las “camionetas”, viejos ómnibus escolares ya jubilados en los Estados Unidos, son el medio de transporte público que los nativos mas pobres pueden afrontar. En horas picos, como la de mi paseo, las “camionetas” se mueven repletas de gente entre las poblaciones vecinas. Yo ya conocía el hacinamiento de nuestros ómnibus cordobeses, lo que fue nuevo para mi es la tolerancia de los pasajeros para con ellos mismos. A medida que el ómnibus se llenaba, se iban sentando de a tres, ¡y hasta de cuatro si alguien ofrecía sus rodillas…!, sin que se escuchara queja alguna. ¿Empatía? ¿Consideración? ¿O simple sentido de cooperación? Por lo que fuera, la costumbre loca me obligo a compartir mi asiento con una monja y dos señoras mayas que no deben haber escuchado hablar del Dr. Cormillot.

Mi recorrido me llevo por lugares hermosos y coloridos en paisajes y gentes. Las ruinas de Tikal me dejaron casi tan impresionado como la imaginación de un guía local--un garifuna de Livingston, donde viven los únicos negros de Guatemala—a quien escuche atribuir a los Mayas la invención del sistema binario moderno.

Sobre el Rio Dulce, que corre desde el Lago Izabal hasta el Mar Caribe, encontré el mejor recuerdo de mi viaje: Maria. Maria

Maria es una joven ladina guatemalteca, maestra, en viaje hacia el interior de Guatemala para enseñarles a leer a los chiquillos mayas. Y ahora yo estoy aquí, sentado en esta computadora, mientras esa joven de 20 años trabaja para ayudar a esos chiquillos a abrir una ventana al mundo.

¿Cuántas otras cosas tan grandiosas como esa existen?

Un abrazo a todos,
Alberto

Saturday, January 24, 2009

Ahora puedo decirlo convencido.

Una helada mañana de Febrero en 1964, llegue a los Estados Unidos, cuando el país se encontraba conmovido por el reciente asesinato de J.F.Kennedy, y sacudido entre teorías y contra-teorías que intentaban explicar el catastrófico evento. Lyndon Johnson era presidente.

Aislado e incomunicado por mi ignorancia del idioma, me tomó bastante tiempo actualizarme sobre las condiciones político-sociales del momento, que por otra parte no tenia demasiado interés de aprender ni comprender. Llegaba con una carga mezcla de desencanto con el país que dejaba, y esperanza en el que me recibía.




El frío intenso del aeropuerto Kennedy me dejo de una pieza en mi moderno traje de “dacrón” (lo mas adecuado para combatir una noche de Febrero de intensa de bailandaga cordobesa). Echando bocanadas de vapor y con un súbito terror de enfermarme y no poder explicarlo en el idioma local, tiré con decisión los paquetes de cigarrillos apretados en mis bolsillos.

Lo que estaba pasando entonces—hoy historia—fui aprendiendo y absorbiéndolo lentamente, después de sobrevivir el impacto del choque cultural, pasando del golpe emocional de encontrarme con lo inesperado, hasta el alivio de comprender lo desconocido.

Durante mi primer almuerzo, en un comedor de la YMCA, quede fascinado por la negrura y el esculpido físico del negro que limpiaba las mesas, siendo despertado por sus gestos que no necesitaban conocimientos del Inglés para comprender. Un tiempo mas tarde, en mi primera caminata por la ciudad, me crucé con una hermosa mujer de mi edad fumando desembarazadamente en la calle…”las putas de esta ciudad”—me dije—“son mucho mas lindas que las de Córdoba”. Más tarde, en ese anochecer, la acompañante rubia de un negro me haría creer que había confirmado mi observación anterior.

Mis prejuicios e ignorancias comenzaban a castigarme. Con el tiempo aprendí que en esta sociedad las mujeres habían adquirido casi tanta libertad como los hombres, ellas no necesitaban—como algunas argentinas que había llegado a conocer, incluyendo a mi madre—esconderse en el baño para pitearse un cigarrillo. También aprendería que las personas de empaquetadura mas barata, como los negros y otros de apariencia poco sajona, se mezclaban libremente con los demás. Esas fueron mis primeras experiencias en la ciudad de mi aterrizaje.

Unos meses después de mi llegada, a principios de Julio, el Presidente Johnson firma la Ley de Derechos Civiles de 1964, prohibiendo todo tipo de discriminación basado en raza, color de piel, religión, o país de origen. La ley también proveía al Gobierno Federal el poder para esforzar la legislación.

Esto ocurría a mi alrededor, sin que yo fuera totalmente conciente de ello, ni de las consecuencias que seguirían mas adelante. El sur del país se resistiría por años a abandonar los carteles “Para Blancos Solamente” y a habilitar todos los asientos de los medios de transporte para todos los públicos. La expresión “Un país regido por el comando de la ley” comenzaba a tener sentido.

El camino de entender fue largo, pero sin penas. Había tanto sentido común en la transformación, que no tuve problemas en asimilarla, y aprender su historia en el proceso. Un día, de visita en la casa de un amigo en Washington DC, observé perplejo como un presidente renunciaba a su posición, por haber mentido y violado la ley. El “regido por la ley” aparecía en su significado completo.

Pero quedaban residuos de antiguas experiencias en el fondo de mi espíritu inmigrante—los de mi país de origen—que tendían en situaciones extremas, a culpar a los demás por mis limitaciones. En este país me eduqué, progresé y evolucioné, formé y mantuve una familia, tuve todo lo que pude desear, fui a donde quise, y aprendí lo que me interesaba. O así lo creía. Pero un día….

Un día, después de una vertiginosa carrera en una empresa, creí que debía ser vicepresidente. Pero no lo fui. Llegue a atribuir la frustración de mi ambición al prejuicio discriminatorio de mi jefe norteamericano—el mismo que me había elevado sobre tantos otros de sus compatriotas. Mi acento al hablar era discernible, yo era “diferente”, y pensé que por eso había sido discriminado. Yo estaba seguro de merecer el ascenso, yo me creí superior y mas calificado que el vicepresidente que la compañía ya tenía…

…si, allí estaba, agazapado, latente, mi pasta argentina… ¿No debería Dios haber estado de mi lado?

Estuve equivocado por bastante tiempo, pero al final, caí en la sobria realización que no era lo yo tenia (mi acento) lo que había frustrado mi ambición, sino lo que me faltaba (calificaciones). De a poco fui aprendiendo el verdadero significado de la expresión “igualdad de oportunidades”, y mi vida fue mucho mas fácil y placentera después de aprender y aceptar mis capacidades, mis potencialidades, y mis limitaciones.

Mas años, y asi sin pensarlo, tal vez solamente porque tenía el tiempo que antes carecía, me encontré involucrado en una iniciativa que en cierta forma tenía resemblanza con mis vivencias. Pero no fue ese el motivo inmediato de mi decisión, sino la rebelión contra la dañina estupidez del liderazgo de turno. Y de repente, sentí como si me hubiesen nombrado vicepresidente en mi antiguo empleo: mi candidato, más “diferente” del resto que yo, había sido elegido Presidente del país donde ya no quedaban carteles de “Para Blancos Solamente”.

Ahora si, ahora puedo decirle convencido a mis hijos y nietos, que si ellos tienen lo que se necesita, y quieren, pueden ser Presidente.

Un abrazo a todos,
Alberto